jueves, 5 de agosto de 2010

piano, piano

La puerta estaba abierta. Se oían los acordes de una guitarra.

Me senté en la silla. Quise decir algo. No podía articular palabra, ni acercarme.

Sentada sobre la cama y con la guitarra sobre su cuerpo, tan ligeramente sostenida que parecía formar parte de la bella criatura que tenía frente a mí. Los escalofríos me poseyeron por completo al acariciarme con las reverberaciones de su voz, tan especial, auténtica, viva, suave y al mismo tiempo salvaje, como una selva virgen. Tocaba con delicadeza, mimo, puro arte.

La miraba con amor, melancolía, alegría de tenerla de nuevo frente a sí, yo a ella, ella a la guitarra.

La acariciaba con sus dedos, toda la palma, reconociendo la suavidad de su textura. El brillante barniz parecía reflejarse en mis ojos cuando levantaba la vista hacia mí, un brillo sincero, rebosante de sentimiento.

Aquella entereza me derretía, sobre todo por el contraste con la debilidad de aquel vientre doblegado y encubierto por su amante recobrada. La dulce fragilidad me conmovió; el significado de aquellas palabras…

Al terminar la canción, la fuerza que me ataba a la silla parecía haberse desvanecido, la música y su eco me dejaban el paso libre, poder penetrar en su burbuja. Me senté a su lado.

Ella respiraba tímida y agotada.

Y, cuando mis manos rodearon las suyas, dejaron en ese instante de retener a la guitarra, deslizándose ésta tristemente porque su dueña me pertenecía ahora a mí.>>>